jueves, 16 de septiembre de 2010

Turista


Tardé más de tres años en aprender a nadar.

Esto me generó grandes conflictos y vergüenzas al ir yo creciendo año tras año y empezar a destacar por más de una cabeza sobre los otros niños.

Además de un cursillo de vernao en una piscina provisional en la playa de la Mar Bella, pasé por un gimnasio y por el gran club deportivo de mi barrio, el Júpiter, donde fui durante dos cursos completos, jodiéndome cada sábado por la mañana. Lo pasaba mal al tirarme al agua, al agitar los brazos, al ir a buscar el puto corcho, al salir del agua. No había nada que me motivara.

Desde entonces, siempre me encuentro extraño en los gimnasios; en los vestuarios me siento raro, como un intruso. Como un turista. Como si todo el mundo supiera cómo se hacen las cosas, todo el mundo excepto yo. Tampoco me sé tirar de cabeza y odio a todos los que se empecinan en enseñarme.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Mind the gap

El gesto al uso
Tengo dieciséis o diecisiete años y como cada viernes, voy a la fonoteca de L. a por unos discos en préstamo. 

Elijo mi música de entre los cientos de fotografías plastificadas que hay expuestas. Después iré al mostrador de préstamo para que me traigan los discos que he elegido. Me cuesta mucho elegir. Cada semana me puedo llevar tres discos. ¿Cuáles serán los de ésta? Finalmente hago mi elección. Al otro lado del mostrador, el señor E., el fonotecario, toma en sus manos la hoja con mi pedido de la semana. Son tres CD's de músicas raritas. Siempre tomo en préstamo discos de músicas que no me atrevería a comprar sin haberlas oído primero. El señor E. se esconde en el almacen para traer mi pedido. A la vuelta de ese aleph musical —el almacen de la fonoteca de L. era, por entonces, un cubículo misterioso del que apenas se adivinaban las dos primeras estanterías repletas de CD's desde el suelo hasta el techo—, el señor E. llega al mostrador y, señalando uno de los volúmenes que he elegido me dice algo así como:

«¿***زئبق**는 f를 안내****h*汞的**hg**क्यू है***s

Yo, que no he entendido nada, le pido educadamente si puede repetir. Y —claro— él repite:

«¿县***زئبق**는 f를 안내***縣*h*汞的**hg**क्यू है***s?»

Me turba no entender ni una sola palabra y, con cara de verdadera extrañeza, vuelvo a pedirle que vuelva a insistir:
«¿***زئبق**는 f를 안내****h*汞的**hg**क्यू है***s

Lo imaginaba. Definitivamente inquieto oso una vez más y él, algo molesto (tal vez imaginando que le estoy tomando el pelo), se esfuerza en preguntarme de nuevo:

«¿** – *زئبق** – 는 f를 안내** – **h* – 汞的 – **hg* – *क्यू है – *** – s

En ese momento, decido que ya es suficiente y contesto "a sordas". Decido que mi respuesta será afirmativa, pensando que es un modo conciliador de zanjar el episodio:
«S...sí.»

El señor E. dibuja una sonrisa de oreja a oreja, y, triunfante por haber conseguido una victoria en la batalla del ridículo, me suelta por fin:

«¡¡¡¿Cuántos años tienes?!!!»

sábado, 11 de septiembre de 2010

Mentiras

Cuando tenía unos once o doce años, mi amiga A. se enamoró de M.

Yo, aún sin saber por qué, le dije a A. que conocía a M., y durante cerca de un año estuve inventando historias sobre M. que mantenían —y avivaban más aún, si cabe— el deseo de A. hacia M.

Al principio eran historias sencillas, pequeños detalles. Al cabo de poco tiempo aumentó la complejidad de las mismas y llegué a desarrollar una pericia increíble para inventar nombres, generar situaciones de la nada, para describir reacciones creíbles ante estímulos inexistentes. Toda una mitología alrededor de M. de la que poco a poco, yo mismo me convertí en prisionero además de demiurgo.


Al cabo de ese año, cuando se descubrió todo, no fui capaz de justificar esa mentira. Por algún motivo, A. pareció entenderlo, como si a su edad —tenía apenas trece años, uno más que yo— ya supiera que hay cosas que son inexplicables y que la causalidad no siempre está detrás del aparentemente sólido andamiaje de lo real y verdadero.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Cachorro

En octubre del 2005 conocí a O. durante los ensayos y la grabación de un disco.

Yo tenía 27 años. O. tenía 19. Era la primera vez que la dirección de mi deseo era cronológicamente descendente, y eso me hacía sentir un vértigo parecido al de las montañas rusas: no quieres, pero sí.

Durante el largo período de ensayos, encerrados todos en una casa en mitad del bosque, en un lugar paradisíaco donde tuvimos la oportunidad de asistir a un eclipse de sol que oscureció la tierra e hizo que viajáramos a la era en que los hombres creían aún en el fin del tiempo, cada día vibraba dentro de mi piel. Me debatía entre buscar a O. con la vista o apartar la mirada temeroso del fin de mi tiempo. Como si todo pudiera saltar por los aires si me descubría. Como si estuviera robando una moneda de veinte duros del monedero de mi madre con cada mirada que le robaba a O.

Forzado por la presión que ejercía algo tan grande escondido dentro de mí, hice partícipe de mi deseo a mi amigo D. y a mi amiga M. Se enternecieron y encontré dos cómplices que se divertían sólo con verme. Ahora podían entender muchas cosas que antes pasaban por simples excentricidades. A veces incluso no pasaban por nada.

A mitad de la grabación —que se desarrolló no sin dificultades que, aún no sé cómo, no llegaron a desembocar en una absoluta catástrofe— me tuve que ausentar durante cinco o seis días para ir a hacer unos bolos a la capital. Durante ese lapso estuve escribiendo cartas a O. Eran unas cartas preciosas. Aún debo de guardarlas en algún lugar. Me sentía como el profesor von Ashenbach babeando por mi Tadzio particular. Durante mi ausencia (porque, si bien estaba en algún lugar, ese estar no era otra cosa que un dejar de estar en otro) vagaba de bar en bar, alimentándome a base de cafés. Quería adelgazar hasta desaparecer. Escribía y escribía cartas sin parar. Todas para O.

Una noche, durante mi cena previa a la función, decidí enviar un mensaje de texto al teléfono de D. preguntándole por el curso de las cosas en el estudio y anunciándole mi próxima llegada en unos pocos días. Decidí terminar el mensaje con una alusión más o menos velada a O. que decía más o menos así:

«[...] Y a mi tierno cachorrillo,
dale un beso de tornillo.»


Cuando terminé mis bolos fuera y volví al estudio, O. ya no estaba allí. Había grabado su parte y se había ido hacía uno o dos días. D. me dijo que recibió mi mensaje justo cuando todos se sentaban a cenar y que, al ver mi interés por el estado del trabajo nada más empezar su lectura, decidió hacerla en voz alta y de corrido; llegando, obviamente hasta el guiño final. Según me explicó D., nadie pareció entender el misterioso pareado; nadie decía nada y todos se estrujaban las mientes preguntándose quién o qué demonios era el cachorrillo. Pero ninguno daba con la solución. Ninguno excepto X. que, conociéndome como me conocía (por eso precisamente yo no le había dicho nada sobre mi deseo irrestañable por O.), exclamó a voz en grito y victorioso:

«¡Es O.!»

Yo pude imaginar su dedo enfatizando la identidad del cachorrillo, por si había alguna duda, disparado hacia O.

Cuando D. me contó esto, O. ya no estaba allí, es cierto, pero tres meses después yo tenía que ir a visitarle. De hecho iba a quedarme en su casa cerca de diez días. Algo me punzó la boca del estómago y me estrujó los intestinos. Era La Vergüenza, y se presentaba en mi vientre rotunda, sólida y pesante.

Momentos antes de abrirme la puerta de su casa, el pulso me temblaba como si todos los relojes del mundo hubieran anidado en mis costillas. Pasé unos días en su casa; visitando a pie su ciudad hermosísima durante el día, conversando largamente con O. en su cocina, durante la noche. En aquella cocina pasé momentos que recordaré siempre: la deliciosa tensión del secreto a flor de piel, el movimiento vibratorio de la confesión que ya asoma en los labios. El aire y el silencio quietos quietos. Mudos los dos durante largos silencios en los que mis ojos iban y venían.

Durante años sentí esa punzada en el estómago cuando recordaba el episodio del mensaje y el cachorro. Sobretodo lo del cachorro.



Ahora, cinco años después, he vuelto a buscar a O. por la red y lo he encontrado. Le he enviado una solicitud de amistad a través de Facebook. Evidentemente no hay ningún motivo más que el de cerrar el círculo. Tal vez contarle esto y reírnos un rato. Me gustará saber qué hace, por lo que he visto sigue siendo un músico excelente.

lunes, 6 de septiembre de 2010

«A la ville de Barcelona»

Fui voluntario olímpico.

Era el año 1992 y yo tenía 14 años. Mi tarea consistía en seguir a los atletas (en mi caso, jugadores de ping-pong) a los que les había tocado realizar la prueba de dopaje desde que terminaban el partido hasta que entregaban el botecito lleno. Mi mayor responsabilidad consistía en no perderlos de vista en ningún momento.

Recuerdo a los dos hermanos de la delegación de EEUU, eran gemelos, y estuve con ellos sentado durante más de una hora en las gradas de la sede de la Estació del Nord mientras ellos bebían un Aquarius tras otro para ver si les venían ganas de mear.

También recuerdo que me quedé prendado de P. otro voluntario (evidentemente más mayor que yo). Le estuve enviando cartas hasta 1996. Unas cartas preciosas. Me gustaría leerlas de nuevo algun día. No sé si las publicaría aquí o en «Sacar Pecho».