domingo, 3 de octubre de 2010

Malade Imaginaire o cómo salir al paso de mi propio tropiezo

Hace por lo menos diez años, mi amigo J. y mi amiga M. me regalaron un chaqué de invierno. Era precioso, de solapas anchas, cortado al estilo de los años 70. J. lo había comprado por mil pesetas en una tienda de ropa de segunda mano, pero le venía demasiado ajustado. A mí me quedaba perfecto. Además abrigaba. La condición que me pusieron para dármelo, fue que me lo pusiera. Una condición bien sencilla de cumplir...

Llevé el chaqué un par o tres de años. Cada vez que llegaba el invierno me enfundaba en aquel trozo de ropa calentito y elegante (y algo friki, dicho sea de pasada). Recuerdo una ocasión en la que lo llevé durante una Nochevieja en la que estuve invitado a tres o cuatro fiestas: vestido con mi chaqué y tocado por un precioso sombrero de copa, montado en mi bicicleta Orbea de color verde —tamaño infantil— parecía una versión humanoide de Pepito Grillo buscando a mi Pinocho de acá para allá con las alitas del chaqué agitándose al aire detrás de mí.

El caso es que llegó un momento en el que decidí, por la salud de la valiosa prenda, restringir su uso a los escenarios y sacar el chaqué de paseo en ocasiones puntuales. Así pasaron los años y mi chaqué me acompañaba cuando la ocasión así lo requería.

Al cabo de un tiempo, empecé a construir lo que iba a ser mi salvavidas, es decir conciertoencanto, mi propio espectáculo donde canto y toco el violonchelo (y cuento mi puta vida), y tras una temporada en la que me vestía de un modo digamos que «casero, pero elegante», decidí incluír el chaqué en mi vestuario concertístico.

Era uno de los primeros bolos en un domicilio particular. Primero sería mi actuación y después vendría la cena, exquisita, según me habían informado. Además de ser auténticos gourmets, también tenía noticia de que el público asistente era amante de la buena música, sensible a las ondas sonoras de alta calidad y refinado en modales. Además pagaban bien. Así que ni corto ni perezoso me calcé mi elegante chaqué y me dispuse a empezar el concierto. Por aquel entonces aún ordenaba los temas cronológicamente y los textos para presentar las canciones salían del anecdotario de la historia de la música. Todo iba bien hasta que llegué al Evening Hymn de Henry Purcell:



En un momento determinado de la canción, me distraje y perdí por completo el hilo de la partitura, quedándome absolutamente en blanco y sin ningún tipo de solución posible, así que me detuve en seco, para sorpresa de los presentes que abrieron al instante unos ojos como platos. Ante tal desconcierto y con mis escrotillos encogidos como huesos de aceituna, entorné ligeramente los párpados, puse los ojos en blanco y di dos ligeras cabezadas fingiendo —sí: fingiendo— un inoportuno mareo. Conseguí levantar de su asiento a dos señores de la primera fila en cero coma tres segundos a los que siguió un revuelo general resultado del temor por la salud del artista. Una señora me ayudó a quitarme el chaqué de lana, arguyendo que el grosor del género me había acalorado sobremanera. Otra espectadora me alargó un vaso de agua, mientras dos o tres asistentes más me sugerían la conveniencia de tumbarme con las piernas elevadas. Yo agradecí entre creíbles gemiditos y medidos suspiros las atenciones que me prestaban, quitándole hierro al asunto y anunciando heroicamente la continuación del concierto; eso me hizo ganar el cielo, ya que el favor de aquella audiencia ya era mío por derecho propio (hasta que llegó Purcell cada canción fue aplaudida con fervor y admiración). El recital continuó sin más percances ni imposturas hasta su feliz conclusión, siendo ésta recibida con una salva de aplausos y vítores de los que yo no sabía si crecerme o avergonzarme.

El ágape posterior al concierto fue un baño por inmersión en refuerzo positivo: felicitaciones, halagos, besos y abrazos me fueron dados en racimo. Todo el mundo mostró su preocupación por el percance de Purcell; y masticando a dos carrillos los deliciosos manjares que poblaban el generoso y variado ambigú, yo, que debía de parecer un hámster comiendo a cascoporro, recibía todo aquello con golpecitos de cabeza y sonrisas mofletudas, felicitándome en silencio por mi brillante actuación tan convincente y oportuna e intentando callar las Erinias que rugían dentro de mí intentando avergonzarme por la mentira gorda que había protagonizado hacía un rato largo.