Llevé el chaqué un par o tres de años. Cada vez que llegaba el invierno me enfundaba en aquel trozo de ropa calentito y elegante (y algo friki, dicho sea de pasada). Recuerdo una ocasión en la que lo llevé durante una Nochevieja en la que estuve invitado a tres o cuatro fiestas: vestido con mi chaqué y tocado por un precioso sombrero de copa, montado en mi bicicleta Orbea de color verde —tamaño infantil— parecía una versión humanoide de Pepito Grillo buscando a mi Pinocho de acá para allá con las alitas del chaqué agitándose al aire detrás de mí.

Al cabo de un tiempo, empecé a construir lo que iba a ser mi salvavidas, es decir conciertoencanto, mi propio espectáculo donde canto y toco el violonchelo (y cuento mi puta vida), y tras una temporada en la que me vestía de un modo digamos que «casero, pero elegante», decidí incluír el chaqué en mi vestuario concertístico.
Era uno de los primeros bolos en un domicilio particular. Primero sería mi actuación y después vendría la cena, exquisita, según me habían informado. Además de ser auténticos gourmets, también tenía noticia de que el público asistente era amante de la buena música, sensible a las ondas sonoras de alta calidad y refinado en modales. Además pagaban bien. Así que ni corto ni perezoso me calcé mi elegante chaqué y me dispuse a empezar el concierto. Por aquel entonces aún ordenaba los temas cronológicamente y los textos para presentar las canciones salían del anecdotario de la historia de la música. Todo iba bien hasta que llegué al Evening Hymn de Henry Purcell:

El ágape posterior al concierto fue un baño por inmersión en refuerzo positivo: felicitaciones, halagos, besos y abrazos me fueron dados en racimo. Todo el mundo mostró su preocupación por el percance de Purcell; y masticando a dos carrillos los deliciosos manjares que poblaban el generoso y variado ambigú, yo, que debía de parecer un hámster comiendo a cascoporro, recibía todo aquello con golpecitos de cabeza y sonrisas mofletudas, felicitándome en silencio por mi brillante actuación tan convincente y oportuna e intentando callar las Erinias que rugían dentro de mí intentando avergonzarme por la mentira gorda que había protagonizado hacía un rato largo.
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