miércoles, 29 de diciembre de 2010

No es lo que parece

Hace la friolera de doce años, estaba en el local de unos amigos, en mi barrio. El ambiente hizo que aflorara el chulillo que llevo dentro, y como no sale mucho, pues al pobre le hace falta practicar. Ahora se verá por qué.

Debido, supongo, a prejuicios míos o de los demás, siempre tuve la sensación de que tenía que demostrar a los demás —los machotes del barrio—, que a pesar de todo, yo podía ser muy enrollado (dado que muy machote, era evidente que no). Así que, si se presentaba el momento, no desaprovechaba la ocasión para mostrar mi lado más gamberro y neo-quinqui de mi persona. Sacar pecho y virilizar el tipo eran todo uno.

Además de la actitud corporal, también sabía de la necesidad de masculinizar y agamberrar el discurso; así entonces se llegaba a un resultado tan sorprendente como ambiguo que, evidentemente, no conseguía mi objetivo de pasar desapercibido o, más bien, de integrarme en el grupo, sino que lo que lograba era centrar la atención en mí y mostrar un personaje de clara tendencia homosexual, pero que no respondía para nada al tópico (que era mucho más aceptado de lo que yo me imaginaba), con lo que la rareza se acentuaba y las miradas curiosas se sucedían. Supongo que tanto esfuerzo por mi parte, les obligaba a ellos a esforzarse en asumir la existencia de ese rarito, cuando de otro modo y siendo más natural, ellos no hubieran mostrado la más mínima señal de rechazo. Seguramente los prejuicios anidaban más profundamente en mi cabeza que en la suya, y es que el miedo al rechazo echa unas raíces mucho más profundas que el rechazo en sí mismo.

Ese día era de ésos, y yo estaba especialmente locuaz, demostrando lo indemostrable, o más bien lo que no hacía falta demostrar, a un grupo de unos cuatro o cinco pollos de barrio, entre los que se encontraba mi amigo C., y un muchacho de rasgos orientales al que conocía de vista —e incluso había llegado a saludar en alguna ocasión con un cabeceo casi equino y un gruñido de testosterona "soy-de-la-tribu-nen"—. El caso es que, pasado un rato de proferir las frases más interesantes y el discurso más outsider del que era capaz, con una voz grave y masculina, llena de modismos y acento de barrio, el curso de la conversación me lleva a pronunciar la siguiente frase, señalando con mi mano y una mirada displicente y sobrada al chaval de ojos rasgados:

«...y eso lo sabe hasta...

[décima-de-segundo-imperceptible-para-los-demás-eterna-para-
mí-en-la-que-busco-un-nombre-en-la-base-de-datos-mental]

 ...China-man

Y me quedé tan ancho. Y el silencio se adueñó de aquél lugar sórdido y cochambroso. Y el frío barrió nuestros huesos. Sobretodo los míos. Y yo disimulé un temblor atroz que me partió el espinazo, y China-man, con una solidez serena, rotunda e inapelable me aclaró:

«No soy chino. Mis padres son de Corea del Sur. Me llamo Alberto.»

Un, dos, tres, picadora Moulinex. Estoy troceado intentando no despanzurrarme a través de la ropa que me cubre, pero soy un puré de ser humano deslizándome por la pernera del pantalón por efecto de la gravedad. Como si me hubiera hecho pipí, pero por todos los poros de mi cuerpo y el líquido me disolviera. Eso es lo que siento. Me está tragando un agujero en la tierra...

Aún ahora, al escribir esto, siento una punzada terrible en la boca del estómago, parecida a la que siento cuando recuerdo la historia del Cachorro. Duele rotunda, sólida e inapelablemente. Sí.

El destino ha querido que Alberto, haya vuelto a aparecer en mi vida ya que no es difícil verlo de vez en cuando en la TV. Alberto es actor y tiene un montón de fans. No sé si en su momento fui capaz de disculparme, pero me atrevería a decir que no. Supongo que entonces me pareció inexcusable. Como si disculparse tan inmediatamente no fuera de verdad una disculpa con verdadero sentimiento de disculpa. Ahora, un montón de años después puedo decirle que me he dado cuenta de que yo no era tan enrollado como quería serlo y lo habría sido si no me hubiera esforzado tanto en ser lo que no era porque como bien me demostró él ese día: a menudo nada es lo que parece.

viernes, 3 de diciembre de 2010

domingo, 3 de octubre de 2010

Malade Imaginaire o cómo salir al paso de mi propio tropiezo

Hace por lo menos diez años, mi amigo J. y mi amiga M. me regalaron un chaqué de invierno. Era precioso, de solapas anchas, cortado al estilo de los años 70. J. lo había comprado por mil pesetas en una tienda de ropa de segunda mano, pero le venía demasiado ajustado. A mí me quedaba perfecto. Además abrigaba. La condición que me pusieron para dármelo, fue que me lo pusiera. Una condición bien sencilla de cumplir...

Llevé el chaqué un par o tres de años. Cada vez que llegaba el invierno me enfundaba en aquel trozo de ropa calentito y elegante (y algo friki, dicho sea de pasada). Recuerdo una ocasión en la que lo llevé durante una Nochevieja en la que estuve invitado a tres o cuatro fiestas: vestido con mi chaqué y tocado por un precioso sombrero de copa, montado en mi bicicleta Orbea de color verde —tamaño infantil— parecía una versión humanoide de Pepito Grillo buscando a mi Pinocho de acá para allá con las alitas del chaqué agitándose al aire detrás de mí.

El caso es que llegó un momento en el que decidí, por la salud de la valiosa prenda, restringir su uso a los escenarios y sacar el chaqué de paseo en ocasiones puntuales. Así pasaron los años y mi chaqué me acompañaba cuando la ocasión así lo requería.

Al cabo de un tiempo, empecé a construir lo que iba a ser mi salvavidas, es decir conciertoencanto, mi propio espectáculo donde canto y toco el violonchelo (y cuento mi puta vida), y tras una temporada en la que me vestía de un modo digamos que «casero, pero elegante», decidí incluír el chaqué en mi vestuario concertístico.

Era uno de los primeros bolos en un domicilio particular. Primero sería mi actuación y después vendría la cena, exquisita, según me habían informado. Además de ser auténticos gourmets, también tenía noticia de que el público asistente era amante de la buena música, sensible a las ondas sonoras de alta calidad y refinado en modales. Además pagaban bien. Así que ni corto ni perezoso me calcé mi elegante chaqué y me dispuse a empezar el concierto. Por aquel entonces aún ordenaba los temas cronológicamente y los textos para presentar las canciones salían del anecdotario de la historia de la música. Todo iba bien hasta que llegué al Evening Hymn de Henry Purcell:



En un momento determinado de la canción, me distraje y perdí por completo el hilo de la partitura, quedándome absolutamente en blanco y sin ningún tipo de solución posible, así que me detuve en seco, para sorpresa de los presentes que abrieron al instante unos ojos como platos. Ante tal desconcierto y con mis escrotillos encogidos como huesos de aceituna, entorné ligeramente los párpados, puse los ojos en blanco y di dos ligeras cabezadas fingiendo —sí: fingiendo— un inoportuno mareo. Conseguí levantar de su asiento a dos señores de la primera fila en cero coma tres segundos a los que siguió un revuelo general resultado del temor por la salud del artista. Una señora me ayudó a quitarme el chaqué de lana, arguyendo que el grosor del género me había acalorado sobremanera. Otra espectadora me alargó un vaso de agua, mientras dos o tres asistentes más me sugerían la conveniencia de tumbarme con las piernas elevadas. Yo agradecí entre creíbles gemiditos y medidos suspiros las atenciones que me prestaban, quitándole hierro al asunto y anunciando heroicamente la continuación del concierto; eso me hizo ganar el cielo, ya que el favor de aquella audiencia ya era mío por derecho propio (hasta que llegó Purcell cada canción fue aplaudida con fervor y admiración). El recital continuó sin más percances ni imposturas hasta su feliz conclusión, siendo ésta recibida con una salva de aplausos y vítores de los que yo no sabía si crecerme o avergonzarme.

El ágape posterior al concierto fue un baño por inmersión en refuerzo positivo: felicitaciones, halagos, besos y abrazos me fueron dados en racimo. Todo el mundo mostró su preocupación por el percance de Purcell; y masticando a dos carrillos los deliciosos manjares que poblaban el generoso y variado ambigú, yo, que debía de parecer un hámster comiendo a cascoporro, recibía todo aquello con golpecitos de cabeza y sonrisas mofletudas, felicitándome en silencio por mi brillante actuación tan convincente y oportuna e intentando callar las Erinias que rugían dentro de mí intentando avergonzarme por la mentira gorda que había protagonizado hacía un rato largo.




jueves, 16 de septiembre de 2010

Turista


Tardé más de tres años en aprender a nadar.

Esto me generó grandes conflictos y vergüenzas al ir yo creciendo año tras año y empezar a destacar por más de una cabeza sobre los otros niños.

Además de un cursillo de vernao en una piscina provisional en la playa de la Mar Bella, pasé por un gimnasio y por el gran club deportivo de mi barrio, el Júpiter, donde fui durante dos cursos completos, jodiéndome cada sábado por la mañana. Lo pasaba mal al tirarme al agua, al agitar los brazos, al ir a buscar el puto corcho, al salir del agua. No había nada que me motivara.

Desde entonces, siempre me encuentro extraño en los gimnasios; en los vestuarios me siento raro, como un intruso. Como un turista. Como si todo el mundo supiera cómo se hacen las cosas, todo el mundo excepto yo. Tampoco me sé tirar de cabeza y odio a todos los que se empecinan en enseñarme.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Mind the gap

El gesto al uso
Tengo dieciséis o diecisiete años y como cada viernes, voy a la fonoteca de L. a por unos discos en préstamo. 

Elijo mi música de entre los cientos de fotografías plastificadas que hay expuestas. Después iré al mostrador de préstamo para que me traigan los discos que he elegido. Me cuesta mucho elegir. Cada semana me puedo llevar tres discos. ¿Cuáles serán los de ésta? Finalmente hago mi elección. Al otro lado del mostrador, el señor E., el fonotecario, toma en sus manos la hoja con mi pedido de la semana. Son tres CD's de músicas raritas. Siempre tomo en préstamo discos de músicas que no me atrevería a comprar sin haberlas oído primero. El señor E. se esconde en el almacen para traer mi pedido. A la vuelta de ese aleph musical —el almacen de la fonoteca de L. era, por entonces, un cubículo misterioso del que apenas se adivinaban las dos primeras estanterías repletas de CD's desde el suelo hasta el techo—, el señor E. llega al mostrador y, señalando uno de los volúmenes que he elegido me dice algo así como:

«¿***زئبق**는 f를 안내****h*汞的**hg**क्यू है***s

Yo, que no he entendido nada, le pido educadamente si puede repetir. Y —claro— él repite:

«¿县***زئبق**는 f를 안내***縣*h*汞的**hg**क्यू है***s?»

Me turba no entender ni una sola palabra y, con cara de verdadera extrañeza, vuelvo a pedirle que vuelva a insistir:
«¿***زئبق**는 f를 안내****h*汞的**hg**क्यू है***s

Lo imaginaba. Definitivamente inquieto oso una vez más y él, algo molesto (tal vez imaginando que le estoy tomando el pelo), se esfuerza en preguntarme de nuevo:

«¿** – *زئبق** – 는 f를 안내** – **h* – 汞的 – **hg* – *क्यू है – *** – s

En ese momento, decido que ya es suficiente y contesto "a sordas". Decido que mi respuesta será afirmativa, pensando que es un modo conciliador de zanjar el episodio:
«S...sí.»

El señor E. dibuja una sonrisa de oreja a oreja, y, triunfante por haber conseguido una victoria en la batalla del ridículo, me suelta por fin:

«¡¡¡¿Cuántos años tienes?!!!»

sábado, 11 de septiembre de 2010

Mentiras

Cuando tenía unos once o doce años, mi amiga A. se enamoró de M.

Yo, aún sin saber por qué, le dije a A. que conocía a M., y durante cerca de un año estuve inventando historias sobre M. que mantenían —y avivaban más aún, si cabe— el deseo de A. hacia M.

Al principio eran historias sencillas, pequeños detalles. Al cabo de poco tiempo aumentó la complejidad de las mismas y llegué a desarrollar una pericia increíble para inventar nombres, generar situaciones de la nada, para describir reacciones creíbles ante estímulos inexistentes. Toda una mitología alrededor de M. de la que poco a poco, yo mismo me convertí en prisionero además de demiurgo.


Al cabo de ese año, cuando se descubrió todo, no fui capaz de justificar esa mentira. Por algún motivo, A. pareció entenderlo, como si a su edad —tenía apenas trece años, uno más que yo— ya supiera que hay cosas que son inexplicables y que la causalidad no siempre está detrás del aparentemente sólido andamiaje de lo real y verdadero.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Cachorro

En octubre del 2005 conocí a O. durante los ensayos y la grabación de un disco.

Yo tenía 27 años. O. tenía 19. Era la primera vez que la dirección de mi deseo era cronológicamente descendente, y eso me hacía sentir un vértigo parecido al de las montañas rusas: no quieres, pero sí.

Durante el largo período de ensayos, encerrados todos en una casa en mitad del bosque, en un lugar paradisíaco donde tuvimos la oportunidad de asistir a un eclipse de sol que oscureció la tierra e hizo que viajáramos a la era en que los hombres creían aún en el fin del tiempo, cada día vibraba dentro de mi piel. Me debatía entre buscar a O. con la vista o apartar la mirada temeroso del fin de mi tiempo. Como si todo pudiera saltar por los aires si me descubría. Como si estuviera robando una moneda de veinte duros del monedero de mi madre con cada mirada que le robaba a O.

Forzado por la presión que ejercía algo tan grande escondido dentro de mí, hice partícipe de mi deseo a mi amigo D. y a mi amiga M. Se enternecieron y encontré dos cómplices que se divertían sólo con verme. Ahora podían entender muchas cosas que antes pasaban por simples excentricidades. A veces incluso no pasaban por nada.

A mitad de la grabación —que se desarrolló no sin dificultades que, aún no sé cómo, no llegaron a desembocar en una absoluta catástrofe— me tuve que ausentar durante cinco o seis días para ir a hacer unos bolos a la capital. Durante ese lapso estuve escribiendo cartas a O. Eran unas cartas preciosas. Aún debo de guardarlas en algún lugar. Me sentía como el profesor von Ashenbach babeando por mi Tadzio particular. Durante mi ausencia (porque, si bien estaba en algún lugar, ese estar no era otra cosa que un dejar de estar en otro) vagaba de bar en bar, alimentándome a base de cafés. Quería adelgazar hasta desaparecer. Escribía y escribía cartas sin parar. Todas para O.

Una noche, durante mi cena previa a la función, decidí enviar un mensaje de texto al teléfono de D. preguntándole por el curso de las cosas en el estudio y anunciándole mi próxima llegada en unos pocos días. Decidí terminar el mensaje con una alusión más o menos velada a O. que decía más o menos así:

«[...] Y a mi tierno cachorrillo,
dale un beso de tornillo.»


Cuando terminé mis bolos fuera y volví al estudio, O. ya no estaba allí. Había grabado su parte y se había ido hacía uno o dos días. D. me dijo que recibió mi mensaje justo cuando todos se sentaban a cenar y que, al ver mi interés por el estado del trabajo nada más empezar su lectura, decidió hacerla en voz alta y de corrido; llegando, obviamente hasta el guiño final. Según me explicó D., nadie pareció entender el misterioso pareado; nadie decía nada y todos se estrujaban las mientes preguntándose quién o qué demonios era el cachorrillo. Pero ninguno daba con la solución. Ninguno excepto X. que, conociéndome como me conocía (por eso precisamente yo no le había dicho nada sobre mi deseo irrestañable por O.), exclamó a voz en grito y victorioso:

«¡Es O.!»

Yo pude imaginar su dedo enfatizando la identidad del cachorrillo, por si había alguna duda, disparado hacia O.

Cuando D. me contó esto, O. ya no estaba allí, es cierto, pero tres meses después yo tenía que ir a visitarle. De hecho iba a quedarme en su casa cerca de diez días. Algo me punzó la boca del estómago y me estrujó los intestinos. Era La Vergüenza, y se presentaba en mi vientre rotunda, sólida y pesante.

Momentos antes de abrirme la puerta de su casa, el pulso me temblaba como si todos los relojes del mundo hubieran anidado en mis costillas. Pasé unos días en su casa; visitando a pie su ciudad hermosísima durante el día, conversando largamente con O. en su cocina, durante la noche. En aquella cocina pasé momentos que recordaré siempre: la deliciosa tensión del secreto a flor de piel, el movimiento vibratorio de la confesión que ya asoma en los labios. El aire y el silencio quietos quietos. Mudos los dos durante largos silencios en los que mis ojos iban y venían.

Durante años sentí esa punzada en el estómago cuando recordaba el episodio del mensaje y el cachorro. Sobretodo lo del cachorro.



Ahora, cinco años después, he vuelto a buscar a O. por la red y lo he encontrado. Le he enviado una solicitud de amistad a través de Facebook. Evidentemente no hay ningún motivo más que el de cerrar el círculo. Tal vez contarle esto y reírnos un rato. Me gustará saber qué hace, por lo que he visto sigue siendo un músico excelente.

lunes, 6 de septiembre de 2010

«A la ville de Barcelona»

Fui voluntario olímpico.

Era el año 1992 y yo tenía 14 años. Mi tarea consistía en seguir a los atletas (en mi caso, jugadores de ping-pong) a los que les había tocado realizar la prueba de dopaje desde que terminaban el partido hasta que entregaban el botecito lleno. Mi mayor responsabilidad consistía en no perderlos de vista en ningún momento.

Recuerdo a los dos hermanos de la delegación de EEUU, eran gemelos, y estuve con ellos sentado durante más de una hora en las gradas de la sede de la Estació del Nord mientras ellos bebían un Aquarius tras otro para ver si les venían ganas de mear.

También recuerdo que me quedé prendado de P. otro voluntario (evidentemente más mayor que yo). Le estuve enviando cartas hasta 1996. Unas cartas preciosas. Me gustaría leerlas de nuevo algun día. No sé si las publicaría aquí o en «Sacar Pecho».

jueves, 26 de agosto de 2010