jueves, 9 de septiembre de 2010

Cachorro

En octubre del 2005 conocí a O. durante los ensayos y la grabación de un disco.

Yo tenía 27 años. O. tenía 19. Era la primera vez que la dirección de mi deseo era cronológicamente descendente, y eso me hacía sentir un vértigo parecido al de las montañas rusas: no quieres, pero sí.

Durante el largo período de ensayos, encerrados todos en una casa en mitad del bosque, en un lugar paradisíaco donde tuvimos la oportunidad de asistir a un eclipse de sol que oscureció la tierra e hizo que viajáramos a la era en que los hombres creían aún en el fin del tiempo, cada día vibraba dentro de mi piel. Me debatía entre buscar a O. con la vista o apartar la mirada temeroso del fin de mi tiempo. Como si todo pudiera saltar por los aires si me descubría. Como si estuviera robando una moneda de veinte duros del monedero de mi madre con cada mirada que le robaba a O.

Forzado por la presión que ejercía algo tan grande escondido dentro de mí, hice partícipe de mi deseo a mi amigo D. y a mi amiga M. Se enternecieron y encontré dos cómplices que se divertían sólo con verme. Ahora podían entender muchas cosas que antes pasaban por simples excentricidades. A veces incluso no pasaban por nada.

A mitad de la grabación —que se desarrolló no sin dificultades que, aún no sé cómo, no llegaron a desembocar en una absoluta catástrofe— me tuve que ausentar durante cinco o seis días para ir a hacer unos bolos a la capital. Durante ese lapso estuve escribiendo cartas a O. Eran unas cartas preciosas. Aún debo de guardarlas en algún lugar. Me sentía como el profesor von Ashenbach babeando por mi Tadzio particular. Durante mi ausencia (porque, si bien estaba en algún lugar, ese estar no era otra cosa que un dejar de estar en otro) vagaba de bar en bar, alimentándome a base de cafés. Quería adelgazar hasta desaparecer. Escribía y escribía cartas sin parar. Todas para O.

Una noche, durante mi cena previa a la función, decidí enviar un mensaje de texto al teléfono de D. preguntándole por el curso de las cosas en el estudio y anunciándole mi próxima llegada en unos pocos días. Decidí terminar el mensaje con una alusión más o menos velada a O. que decía más o menos así:

«[...] Y a mi tierno cachorrillo,
dale un beso de tornillo.»


Cuando terminé mis bolos fuera y volví al estudio, O. ya no estaba allí. Había grabado su parte y se había ido hacía uno o dos días. D. me dijo que recibió mi mensaje justo cuando todos se sentaban a cenar y que, al ver mi interés por el estado del trabajo nada más empezar su lectura, decidió hacerla en voz alta y de corrido; llegando, obviamente hasta el guiño final. Según me explicó D., nadie pareció entender el misterioso pareado; nadie decía nada y todos se estrujaban las mientes preguntándose quién o qué demonios era el cachorrillo. Pero ninguno daba con la solución. Ninguno excepto X. que, conociéndome como me conocía (por eso precisamente yo no le había dicho nada sobre mi deseo irrestañable por O.), exclamó a voz en grito y victorioso:

«¡Es O.!»

Yo pude imaginar su dedo enfatizando la identidad del cachorrillo, por si había alguna duda, disparado hacia O.

Cuando D. me contó esto, O. ya no estaba allí, es cierto, pero tres meses después yo tenía que ir a visitarle. De hecho iba a quedarme en su casa cerca de diez días. Algo me punzó la boca del estómago y me estrujó los intestinos. Era La Vergüenza, y se presentaba en mi vientre rotunda, sólida y pesante.

Momentos antes de abrirme la puerta de su casa, el pulso me temblaba como si todos los relojes del mundo hubieran anidado en mis costillas. Pasé unos días en su casa; visitando a pie su ciudad hermosísima durante el día, conversando largamente con O. en su cocina, durante la noche. En aquella cocina pasé momentos que recordaré siempre: la deliciosa tensión del secreto a flor de piel, el movimiento vibratorio de la confesión que ya asoma en los labios. El aire y el silencio quietos quietos. Mudos los dos durante largos silencios en los que mis ojos iban y venían.

Durante años sentí esa punzada en el estómago cuando recordaba el episodio del mensaje y el cachorro. Sobretodo lo del cachorro.



Ahora, cinco años después, he vuelto a buscar a O. por la red y lo he encontrado. Le he enviado una solicitud de amistad a través de Facebook. Evidentemente no hay ningún motivo más que el de cerrar el círculo. Tal vez contarle esto y reírnos un rato. Me gustará saber qué hace, por lo que he visto sigue siendo un músico excelente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario