sábado, 11 de septiembre de 2010

Mentiras

Cuando tenía unos once o doce años, mi amiga A. se enamoró de M.

Yo, aún sin saber por qué, le dije a A. que conocía a M., y durante cerca de un año estuve inventando historias sobre M. que mantenían —y avivaban más aún, si cabe— el deseo de A. hacia M.

Al principio eran historias sencillas, pequeños detalles. Al cabo de poco tiempo aumentó la complejidad de las mismas y llegué a desarrollar una pericia increíble para inventar nombres, generar situaciones de la nada, para describir reacciones creíbles ante estímulos inexistentes. Toda una mitología alrededor de M. de la que poco a poco, yo mismo me convertí en prisionero además de demiurgo.


Al cabo de ese año, cuando se descubrió todo, no fui capaz de justificar esa mentira. Por algún motivo, A. pareció entenderlo, como si a su edad —tenía apenas trece años, uno más que yo— ya supiera que hay cosas que son inexplicables y que la causalidad no siempre está detrás del aparentemente sólido andamiaje de lo real y verdadero.

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